La madre, agobiada por su tesis, nos despide desde el andén y vámonos que sale el tren. Cuando ya me acomodo NO llega el revisor sinO un cuartetO, un cuarteto de dos franceses y dos alemanes. Y yo, que echo tanto de menos los carnavales de Cadi (ocho son ya los años que me olvidé), a ellos por pintorescos (yo idiota), les pregunto:
-¿Nosotros también tenemos que...? (e iba perdiendo la voz porque me dí cuenta del grave error que cometía con esas palabras, al mismo tiempo que su mirada me daba a entender que la respuesta era tranquilizadora)
-No, no hace falta.
Yo intentaba seguir entreteniendo al gran Luisín -somos unos pasarratos mutuos estupendos- mientras que con el rabillo del ojo controlaba -todavía algo acojonado, todo hay que decirlo- a los encargados de controlar las fronteras de nuestra -creía yo liberada- jinete de Zeus, quienes se dedicaban a pedirle la documentación a dos chavales asiáticos que estaban a nuestro lado y luego a un joven brasileiro con el que luego hablé -es horrible la cantidad de muermo, con mayúsculas, que gobierna en un vagón alemán-. Thiago se llamaba, que risas, de verdad. Y la verdad es que no hablamos de grandes temas, no. Él, joven, de vacaciones: se lamentaba de no poder hablar tan bien alemán para poder cogerse alguna rubilla, porque aquí tienes que camelartelas intelectualmente, es increíble, en brasil no se habla tanto... y yo con ganas de matar el tiempo. Mantener una sincera conversación con alguien que sabes jamás volverás a ver.
Parece increíble la cantidad de energía que uno, bueno yo por lo menos, asume gastar en armonizar los actos comunicativos de ese momento tan pasajero, un instante intenso y de viajante; y en que no haya ningún tipo de malentendido que pueda llevarnos a romper la conversación o incluso a pensar que la otra persona está completamente loca.
Al cambiar de tren, algo alterado porque tuve que despertar a Luisito que en ese preciso momento se estaba quedando dormido, llegamos a la reserva de nuestro asiento en medio de una familia de pelirrojos. Con ellos intenté -varias veces- entablar conversación, pero no llegué a conseguirlo: estaban ensimismados en sus individuales lecturas. En medio de las cuales, sin quererlo, me arrancaron unas lágrimas. Unas lágrimas de añoranza familiar. Por una tontería, simplemente porque la madre le aconsejó al hijo mayor (que tendría unos diecisiete) leer éste o aquel artículo de la prensa que llenaba sus manos. A lo que él contestó:
-Sí, ahora lo leeré.